Yordan Yovkov
El gran escritor búlgaro Yordan Yovkov nació el 9 de noviembre de 1880 en el pueblo Zheravna, situado en la montaña Stara Planina. Allí pasó sus primeros años de estudio y luego, en el año 1900 los terminó en la Capital de Bulgaria, Sofia.
Empezó a escribir desde joven y su maestro le dijo que estaba convencido de que, algún día, se convertiría en destacado escritor.
La familia de Yovkov se mudó a la región de Dobrudzha y esta tierra se convirtió en su segundo hogar.
En el año 1904 se anotó para estudiar Derecho en la Universidad de Sofia, pero el fallecimiento de su padre puso fin de los estudios.
En los siguientes años Yordan Yovkov trabajó como maestro en distintos pueblos de Dobrudzha. Allí obtuvo experiencia y juntó ideas e imágenes para sus futuras obras.
Participó en las tres guerras, 1912 Guerra de los Balcanes, la posterior guerra entre los aliados y en el año 1915 en la Primera Guerra Mundial.
Las guerras son la desgracia que separa a la gente, que influyó en su destino y esto se refleja en las obras de Yovkov. Los años posteriores a las guerras fueron años de catástrofe nacional. Su querida Dobrudzha pasó a ser parte de Rumania.
En el año 1920 con la ayuda de amigos empezó a trabajar en la embajada búlgara en Bucarest. Durante ocho años permaneció en la capital de Rumania.

Allí escribió sus mejores obras: Песента на колелетата (La canción de las ruedas) Старопланински легенди (Leyendas de Stara Planina), Вечери в Антимовския хан (Noches en la cantina de Antimovtzi), Женско сърце (Corazón de mujer), Ако можеха да говорят (Si podían hablar).
En el año 1927 volvió a Bulgaria. Trabajó como traductor en el Ministerio de Exterior y siguió escribiendo. En los últimos años de su vida se dedicó exclusivamente a la escritura.
Las vivencias en las guerras, la angustia de haber perdido a su amada Dobrudzha influyeron en su salud. El 15 de octubre de 1937 con solo 56 años falleció de cáncer.
Durante los años de las guerras Yovkov reflejó en sus obras las vivencias del frente: Те победиха (Ellos vencieron), Безотечественици (Sin patria), Балкан (Balkan), Земляци (Paisanos). Más tarde escribió las obras con las que pasó a la inmortalidad en la literatura búlgara: Албена (Albena), Шибил (Shibil), По жицата (Por la cuerda). Obras verdaderas y sin vueltas donde nos muestra cómo se imagina el mundo: un mundo más bello, mas armonioso, más simple y más verdadero.

Albena
En el camino entre la taberna y el molino de Jorozov, dispuesto a emprender un largo viaje, se había detenido un carro. En él dos gendarmes debían conducir a Albena a la ciudad. Desde calles y patios, ajustándose los pañuelos y bajando las mangas de las camisas, venían corriendo mujeres curiosas, que interrumpían sus quehaceres para mirar. Hacia allí también se lanzó la riada de todos aquellos que se hallaban en el molino donde la concurrencia nunca había sido tan grande como ahora, en vísperas de Pascuas. En la cima de la colina veíase la casa de Albena de donde la iban a conducir.
El horrible asesinato cometido allí, parecía haber dejado sus huellas también por fuera. Las demás casas encaladas brillaban con sus muros blancos y alfeizares azules, pero la casa de Albena estaba desierta, sucia y desconchada, como si un rayo la hubiera partido. Los dos gendarmes se encontraban allí uno cerca de la puerta y el otro junto a la ventana. Albena permanecía adentro.
Muchos sucesos insignificantes que de contrario hubieran pasado desapercibidos o ignorados, ahora se recordaban y mencionaban una y otra vez. Todos trataban de demostrar que habían sospechado o intuido algo. Desde hacía tres o cuatro días, algunos campesinos estaban esperando su turno ante el molino y por eso se consideraban testigos del suceso. Uno de ellos relataban con pormenores dónde y cómo en una ocasión habían estado sentados, hablando primero de las cigüeñas que habían llegado temprano y luego mirando los trigales, recordaron que una vez también habían estado tan verdes, tupidos y lozanos que fue preciso lanzar el ganado para pisotearlos. Y fue entonces –decían ellos- que mirando cómo las mujeres se ajetreaban por revocar y limpiar las casas con motivo de las próximas Pascuas, vieron a Albena trajinar por el patio. Desde lejos se notaba, por su andar y su talla, lo hermosa que era. Ni ese día, ni al siguiente, bajó Albena a la fuente a buscar agua, ni se allegó al molino, donde trabajaba su marido Kutzar.
De no haber sido el mismo Kutzar la víctima, nadie por cierto lo hubiera mencionado, pues era un hombre insignificante, torpe e ignorante, que, sin despegar los labios, sólo trabajaba. Incansable como una máquina, siempre cubierto de harina, acarreaba los pesados costales y aunque estuviera en el molino todo el día y a cada hora, todos pasaban a su lado sin hablarle, como si no fuera un ser humano, sino un simple objeto. Si alguna vez lo mencionaron, fue porque se extrañaban de que semejante espantapájaros hubiera podido casarse con una mujer tan hermosa como lo era Albena. “Margaritas para los chanchos” solían decir, pero luego, dejaron de hablar y no se ocuparon más de él. A Kutzar lo olvidaron también en la aldea. Ahora, algunos recordaban que en los últimos días ese hombre taciturno y paciente, inesperadamente habíase tornado irritable y enfadado. Para él sólo existía un amo –Nyagul el mecánico del molino-. Sometido cual un esclavo, lo obedecía en todo. Pero dos o tres días antes del asesinato, en cuanto Nyagul le decía algo, Kutzar se ponía a temblar y a refunfuñar, mirándolo de reojo, como un toro. Al parecer, sólo la presencia y la voz de Nyagul lo sacaban de quicio.
El miércoles de Semana Santa, corrió el rumor que Kutzar había muerto y, mientras indagaban cómo y de qué, circuló el rumor de que había sido asesinado. Su hijo, el pequeño de dos años, había dicho –y en esto veían el castigo de Dios- que, durante la noche, su madre había tirado un delantal sobre la cara de su padre, un hombre con un abrigo que tenía pieles, había entrado en la casa y había luchado con él. Bastaron las palabras del niño, para que Albena confesara la verdad. Pero, a pesar de los exhortaciones y amenazas, Albena mantuvo el secreto de la persona.
El primer testigo fue el viejo Vlasiu, hombre jovial y parlanchín, que se pasaba los días merodeando la taberna junto al molino, como los perros en torno a las carnicerías. En cuanto se forma un grupito para beber, ya llega el abuelo Vlasiu, ríe y canta con ellos, y en la mesa siempre hay una copa para él. Fue allí donde tropezó con un hombre de corto abrigo de paño casero con cuello de piel. Era rubio y guapo; llevaba el gorro calado hacia atrás y de él asomaba un mechón. Al verle se notaba que el diablo se había adueñado de su cuerpo: los demás gritaban y cantaban a su alrededor, pero él parecía sordo. Sólo contemplaba el ir y venir de Albena por el patio y sólo de ella se interesaba. Permaneció dos días en la aldea y luego desapareció. A la mañana siguiente, se supo que Kutzar había sido asesinado.
Era un muchacho simpático, el abuelo Vlasiu comió y bebió con él, pero la verdad no podía quedar oculta. Por sus palabras lograron comprender quién era y de dónde había venido aquel hombre de abrigo de piel y fue encarcelado. Ahora el juez de instrucción lo estaba interrogando en el municipio. El rubio sostenía que no sabía nada. Era probable. Pero pronto él también como Albena, confesaría.
– ¡Ahí vienen! –exclamó alguien- ¡Traen a Albena!
La muchedumbre apiñada alrededor del carro se estremeció, desde la colina venía Albena y tras de ella, los dos gendarmes. Todos sabían que Albena pidió como última gracia que se le permitiera vestirse como ella quería. Por eso se demoró en salir. Y he aquí que venía ataviada como pocas veces se la había visto.
– ¿Pero por qué se ha acicalado tanto? –observó alguien-. Es que la llevan a casarse o a la horca?
-Miren qué hermosa está. Y en la horca quiere estar bella.
– ¡Maldita sea su belleza! Fue ella la que la perdió.
El abuelo Vlasiu, que también estaba allí, agitaba su bastón. Permanecía tranquilo algunos instantes y volvía a agitarlo.
-Oye, abuelo Vlasiu –dijo una mujer riendo- ¡estás luchando con los diablos? ¿Qué haces agitando el bastón?
-Lo agito porque quiero ver si la alcanzo, cuando pase por aquí, para descargarle un golpe en la cabeza. Es así como debe castigarse a esta perra.
Albena ya estaba cerca. Caminaba delante, seguida por los gendarmes. Todos conocían a Albena, pero al verla contuvieron el aliento. Albena seguía siendo la misma, sólo que no reía y sus ojos no jugueteaban como antes, había clavado su mirada en el suelo. Lucía un vestido azul y una chaqueta corta de piel de zorro. Tenía las manos enlazadas delante en ademán piadoso, como si se dirigiera a la iglesia. Pero, tan pronto como se encontró entre las dos hileras de gente, alzó la mirada, aquella mirada que conocía todo hombre, y que ahora resultaba aún más bella, porque estaba impregnada de dolor. La mujer parecía irradiar una magia que cautivaba y atraía. Era una pecadora, pero una pecadora hermosa. Las mujeres dispuestas a maldecir callaban. El garrote del abuelo Vlasiu, ni siquiera se movió.
Y en este silencio, en estos pocos instantes, ocurrió un milagro, hasta los corazones más duros se apiadaron de ella y la bondad relució en los ojos de todos los hombres y mujeres.
-Albena, hija –lloriqueó una mujer- ¿Qué hiciste?
– ¡Oh, Albena, Albena!
Albena se detuvo.
-Tía Dimka –exclamó-, ¡adiós! A continuación, tras volver la cabeza, añadió: Liutza, Todorka, Savka, adiós. ¡Adiós a todos!
Ya muchos se habían echado a llorar. Pero Albena siguió silenciosamente triste, tan bella como siempre.
¡Adiós! –gritó a todos-. Era joven y pequé ¡Adiós!
La gente, rodeándola, lloraba. Las mujeres fueron las que más se apretujaron en torno a ella. Los gendarmes las hacían retroceder. Entonces, de atrás se dejó oír la voz airada y trémula del abuelo Vlasiu.
-Muchachos, reténganla, no dejen que se la lleven. ¿Qué será de la aldea sin Albena?
Albena llegó al carro, subió y antes de sentarse exclamó otra vez:
– ¡Pequé! ¡Adiós!
Luego se sentó y calló. Trajeron al niño, el mismo que la había delatado. Y al verla cómo la abrazó y besó, no hubo quien retuviera las lágrimas.
De improviso, el molino se detuvo. El motor arriba en la chimenea de hierro, que tañía noche y día, igual que un corazón, repentinamente enmudeció. Creyeron que algo se había averiado. Pero he aquí que en la puerta del molino apareció Nyagul, el mecánico. Se abrió paso entre los carros y caballos, acercándose. “Quizás haya dejado de trabajar para mirar él también”, pensaron algunos.
Sin embargo, Nyagul llegó al carro y tras ponerse el corto abrigo de paño casero con cuello de piel, saltó a él y se sentó junto a Albena. Una exclamación de asombro se dejó oír: Nyagul no estaba gastando una broma, porque, en vez de reír estaba lívido.
– ¡Abajo! –le gritó el gendarme tomándole del hombro- ¡Baja!
-No bajo –dijo entre dientes Nyagul- Yo maté a Kutzar.
– ¿Cómo, cómo… qué es lo que dices…? –exclamó Marín Chokoyat, que hacía las veces de alcalde- ¿Cómo?
El gendarme hizo un ademán desdeñoso con la mano y, volviéndose hacia Albena, preguntó:
– ¿Es cierto?
Albena asintió y rompió a llorar. En torno del carro se apiñaba la gente, como si apenas ahora abrieran los ojos y vieran que Nyagul también era rubio y guapo; que llevaba su gorro hacia atrás y un mechón le caía sobre la frente. Además, vestía un corto abrigo de paño casero con cuero de piel. Todo se hizo claro como el día. Empezaron a gritar y a hablar atropelladamente. Después del primer momento de sorpresa, en un santiamén desapareció también la piedad por Albena. Las mujeres volvieron a fulminarla con los ojos, atrás, entre la gente, el abuelo Vlasiu blandió su bastón. “Perra –gritó. Deshizo otro hogar”. Las caras de los hombres se crisparon y pese a que nada decían todavía sobre Albena, no podían soportar que Nyagul permaneciera sentado a su lado. Sin embargo, todo ocurrió tan súbita e inesperadamente, que nadie supo qué decir.
Marín Chokoyat no salía de su asombro.
-No puede ser –gritaba, mirándolos como fulminado. -Pero cómo, Nyagul… todos lo conocemos como un hombre honrado. No puede ser. Baja, baja, Nyagul.
-Avanza –repitió el gendarme que ya se había subido al carro.
Pero Chokoyat tomó las riendas de los caballos
– Señor sargento, por favor, espere. Como es posible, el hombre tiene mujer, hijos, Demir – le grito al ayudante – Anda llamar a la mujer de Nyagul. ¡Apresúrate!
-Avanza! – repitió el sargento.
– ¿Adónde vamos? ¿A la ciudad?
-No. Al municipio, a ver al juez de instrucción.
El carro arrancó rápidamente. Una mujer flaca, precozmente envejecida y ajada, salió corriendo del molino. Era la mujer de Nyagul. En un principio, escuchaba sin comprender lo que le estaban diciendo; a continuación se lanzó tras el carro, pero se detuvo, se echó en el suelo, y tras cubrir sus ojos con las manos, rompió a llorar.
Yordan Yovkov