Sopló un viento suave y cálido, que meció la campiña, en la que maduraban las espigas del mijo tardío de otoño. Desde una espiga, abultada y rajada por abajo, se desprendió un pequeño grano amarillo. Se dio un golpe al caer en tierra, soltó un gemido, se fue rodando hasta la huella profunda y le dijo a la tierra.

-¿Te lastimé? ¡Perdona! La culpa la tiene el viento… sopló tan fuerte que me tiró.

-No es nada –le respondió la tierra- sobre mí han caído hasta bombas durante la guerra.

El granito de mijo se estuvo quietecito durante largo rato y al final emitió un suspiro profundo, que parecía brotar desde su corazón mismo.

-¿Por qué suspiras así?  – le preguntó la tierra.

-Suspiro porque no tengo alas.

-¿Y qué es lo que harías con ellas?

-Me iría volando hacia arriba y te dejaría en paz. No quiero estar pisándote.

La tierra soltó una carcajada.

-¿Por qué te ríes? –inquirió ofendido el granito de mijo.

-Me río por lo inteligente que eres. A mí aquel búfalo ¿lo ves? El que se dirige hacia aquí, bueno, pues si el no me pesa ¡cómo podrías hacerlo tú! ¡Oh, qué granito más bobo! ¡Me hizo divertir a mis años…!

El granito se irguió y vio al búfalo. Era grande, negro, tenía unos cuernos enormes y caminaba pesadamente.

-¡Ese búfalo no me parece más pesado que yo! –dijo el granito de mijo con aires de importancia.

-¿Que no es más pesado? –la tierra echó una carcajada y se sacudió de risa- ¡Oh, qué criatura más inocente!

¿De qué te ríes, abuela? ¡Me vas a hacer caer! –gritó el búfalo a la tierra.

-Me río de un granito de mijo. Se quiere comparar por el peso contigo.

-¿Dónde está ese granito? –preguntó el búfalo- quiero verlo.

-Allí ¿lo ves? En la huella.

El búfalo agachó la cabeza, alargó su pescuezo robusto y comenzó a buscar al grano de mijo.

¿Dónde estás, granito de mijo? –preguntó olfateando y acercó el hocico al suelo.

-Estoy aquí –contestó el granito con voz finita como el susurro de un mosquito- ¿es que eres ciego que no me ves? ¡Si soy un grano grande como una montaña!

El búfalo torció el ojo y éste alumbró con una luz negra. Luego dio tal resoplido con la nariz que sacudió el granito de mijo y lo hizo caer en un hormiguero. Allí se detuvo y comenzó a cavilar.

-Afortunadamente, sopló ese viento fuerte que me arrastró consigo, que de no ser así, hubiera rodado hasta donde estaba ese búfalo vanidoso y le hubiera aplastado como un torrente.